Seguro que más de una vez han escuchado que los hombres buscan una mujer similar a su madre con la que emparejarse, mientras que las mujeres eligen como marido a un hombre que se parezca a su padre.
Es frecuente observar como determinadas personas parecen tener un patrón fijo de pareja. Hay mujeres que dicen sentirse atraídas por hombres chulos de los que ellas mismas se quejan del trato que les dan y con los que no son felices. No obstante, se sienten inevitablemente atraídas por estos sujetos y se enfadan consigo mismas por no poder enamorarse de un “buen chico”. Otras tienden a emparejarse con hombres a los que fácilmente pueden someter a su voluntad, pese a que a menudo, tan poco se sienten satisfechas con su elección, pues los detestan por considerarlos débiles de carácter. Hay hombres que siempre salen con mujeres con muchísimos problemas y se lamentan por ello, pero parecen no poder evitar tener que buscar una chica en apuros. Oros se emparejan con mujeres que desde un primer momento saben que van a abandonarles, etc.
¿Qué hay de verdad en todo esto? ¿Buscamos a nuestro padre o madre a la hora de emparejarnos? ¿Estamos condenados a enamorarnos siempre del mismo tipo de personas?
Es cierto que los vínculos afectivos que establecemos con nuestros padres en la infancia van a ser muy importantes en la manera en la que nos relacionaremos con el resto de personas a lo largo de nuestra vida y esto incluye por supuesto a nuestra pareja.
¿Cómo aprendemos las personas a amar? Contestar a esta pregunta es una tarea aún más compleja que describir cómo subimos una escalera. Si intentamos explicar a alguien cómo subir una escalera con palabras, nos resultaría extremadamente difícil, es algo que simplemente sabemos hacer, decimos que es un conocimiento implícito. Cuando tratamos de transformar un conocimiento implícito en palabras, podemos obtener en el mejor de los casos un resultado como éste:
“Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño…”
Julio Cortázar, ‘Historia de cronopios y famas’
Relacionarnos con otras personas también es un conocimiento implícito. Es algo que hacemos de una determinada manera sin poder explicar muy bien cómo ni por qué lo hacemos.
Con su forma de querernos nuestros padres nos van enseñando a amar. De la misma manera que con su forma de quererse entre ellos, nos muestran cómo son las relaciones de pareja.
Estamos en disposición de afirmar que no buscamos en nuestra pareja el objeto de amor infantil (el padre o la madre) como sostenía Freud, pero sí una relación parecida a la que mantuvimos con ellos.
El psicoanalista J. Bowlby, describió a partir de los estudios de M. Ainsworth, la existencia de tres estilos de apego:
- El apego seguro. Se caracteriza por la confianza del niño en sus progenitores, que se muestran accesibles, sensibles y colaboradores cuando él se encuentra en una situación adversa. Los niños que establecen esta clase de apego con sus padres se sienten seguros y se atreven a explorar el mundo, sabiendo que pueden regresar a los cuidados del adulto si se sienten en peligro.
- El apego ansioso. El niño se siente inseguro acerca de si sus padres estarán disponibles cuando les necesite. Esta incertidumbre le proporciona una separación marcada por un alto componente de ansiedad que hace que el niño tenga miedo a explorar el mundo. Esta pauta de apego viene determinada por la ambivalencia de los cuidados parentales, se trata de progenitores que se muestran accesibles y colaboradores en algunas ocasiones pero no en otras. Ocasionalmente, recurren a las amenazas de abandono como método de control.
- El apego evitativo. El niño no cree que sus padres sean capaces de cuidarle y protegerle. Es el resultado de padres que rechazan constantemente a su hijo cuando busca consuelo y protección e incluso le humillan ante la petición de ayuda. Los niños con pautas de apego evitativas intentan vivir sin la necesidad de ser amados por los demás, ser emocionalmente autosuficientes.
- El apego desorganizado. El niño se muestra ansioso y desorientado a la hora de explorar el ambiente. Esto se produce como consecuencia de padres que proporcionan respuestas inadecuadas a las necesidades de sus hijos, por ejemplo confundiendo sueño, hambre, necesidad de afecto. Además al ser la respuesta inadecuada, el niño no se calma y el adulto se desespera, causando más ansiedad en el bebé.
Una vez que las pautas de apego se desarrollan, éstas tienden a perpetuarse, ya que la manera en la que los padres tratan a sus hijos no suele variar. Además, tendemos a imponer en las nuevas relaciones que establecemos las pautas de apego que hemos aprendido, porque es lo que conocemos y por tanto es ahí donde nos sentimos seguros, pues podemos predecir la respuesta del otro.
Los niños que desarrollaron durante su infancia un estilo de apego seguro, tendrán más probabilidades de tener lo que el psicoanalista B. Cyrulnik denomina “vínculos ligeros”, que no debe confundirse con relaciones superficiales. Son relaciones en las que los amantes pueden alejarse y reencontrase sin rencor, crecer y explorar el mundo juntos y por separado.
Quienes tuvieron un apego inseguro, tenderán a emparejarse con alguien en cuyo código relacional sepan manejarse. Por ejemplo, si un niño o niña estaba acostumbrado a la constante burla y reprimenda de sus padres, tendrá más probabilidades de escoger una pareja que le descalifique, no porque eso le guste, como a menudo se dice, sino porque es lo que conoce. A este respecto comenta B. Cyrulnik “El flechazo no se produce por casualidad, como el relámpago, y no se abate más que sobre los pararrayos construidos durante la infancia, durante el aprendizaje de los estilos afectivos. Cada uno de los futuros miembros de la pareja ha sido construido por separado, razón por la que el azar que provoca el encuentro se haya en realidad circunscrito, ya que no puede ocasionar el amor de cualquiera por cualquiera […] Cada uno de nosotros es a un tiempo un receptor y un actor susceptible de encontrar a la persona, hombre o mujer, con la que puede congeniar. Cada uno de nosotros hiere al otro porque lleva algo capaz de tocar la fibra sensible del otro”. Sin embargo, este autor nos recuerda también como cada nueva relación con otro ser humano, sea un amigo, una pareja o por supuesto un psicoterapeuta puede desviar nuestra trayectoria relacional.
No estamos condenados a repetir la relación que tuvimos con nuestros padres. De hecho la adolescencia, constituye un momento muy importante para la reorganización afectiva, ya que además de ser el momento en el que hemos de desprendernos del alerón familiar para crecer, los cambios hormonales reinician el sistema nervioso, dando lugar al desarrollo de nuevos aprendizajes. Para B. Cyrulnik el primer amor, que generalmente tiene lugar en la adolescencia, es siempre una gran oportunidad de cambio.
Por desgracia, hay quienes no encuentran una relación en la que poder modificar el estilo de apego aprendido en la infancia, estas personas necesitarán recurrir a un profesional si su manera de relacionarse les hace sufrir.
Para reflexionar:
- Todos tenemos un estilo propio de relacionarnos con los otros, éste es implícito, inconsciente.
- El vínculo que establecemos con nuestros padres en la infancia genera un estilo de apego. Cuando el apego es seguro, nuestras relaciones de pareja serán más satisfactorias.
- En la edad adulta buscamos personas con estilos de apego complementarios a los nuestros.
- El estilo de apego no es determinante, la adolescencia, el primer amor o la intervención de un terapeuta son momentos en los que nuestra manera de relacionarnos puede cambiar.
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