La violencia de género, con sus distintas denominaciones, ha existido siempre y por tanto su impacto sobre la salud física y psicológica de las mujeres también ha estado presente a lo largo de la historia.
El primer nombre que se le dio a las consecuencias psicológicas de la violencia machista fue el de ‘histeria’, del griego clásico ‘hystera’, que significa útero. La histeria era un desorden nervioso que presentaban las mujeres y que los griegos creían que se debía a que el útero se desplazaba por distintas partes del cuerpo. Era un desorden ligado a la condición de ser mujer, esas criaturas inferiores a los varones.
En siglo XIX el estudio de la histeria alcanzó su plenitud. El neurólogo francés Jean-Martin Charcot comenzó a investigar la histeria en el hospital de La Salpêtrière de París. La mayoría de sus pacientes eran mujeres jóvenes que habían sido expuestas a la violencia, la explotación o la violación y que padecían síntomas como parálisis motrices y amnesia. Charcot clasificó los desórdenes pero no estaba muy interesado en las vivencias de sus pacientes. El primer médico interesado esta cuestión fue Sigmund Freud, quien descubrió los horrores que se cometían contra las mujeres en el seno de las familias acomodadas de la Viena de finales del siglo XIX.
Sin embargo, Freud no tuvo el coraje de defender su descubrimiento frente a las presiones de la época. Esa es una de las hipótesis que se han utilizado para explicar por qué, años después, Freud renunció a su teoría. La otra es que, ante el horror de su descubrimiento, él mismo emprendió un proceso de negación.
Durante la Primera Guerra Mundial, un nuevo desorden psiquiátrico trajo de cabeza a los médicos de medio mundo. Tal y como describe Judith Herman en su obra ‘Trauma y recuperación’, “Bajo condiciones de incesante exposición a los horrores de la guerra, los hombres empezaron a venirse abajo en cifras apabullantes. Confinados, indefensos y sometidos a la amenaza de aniquilación […] muchos soldados empezaron a actuar como mujeres histéricas”
El psiquiatra estadounidense Abram Kardiner sustituyó el término de histeria por el de “neurosis de guerra”, pues tildar a los hombres de la peyorativa condición femenina no hacía en su opinión más que desmoralizar a las tropas.
Hay muchas guerras, no todas tienen lugar en los campos de batalla, muchas suceden en hogares aparentemente normales. A menudo vemos en la televisión como los vecinos de las mujeres que han sido asesinados a manos de sus parejas no dan crédito a lo que ha sucedido. En muchos casos ni siquiera había denuncias previas. Nos resulta incomprensible que las mujeres no denuncien a quienes las tienen aterrorizadas.
Una de las cosas que descubrió Kardiner en relación a la “neurosis de guerra” es que la mayor protección mental para los soldados eran las buenas relaciones con sus compañeros.
Lo primero que hacen los maltratadores es aislar a su víctima, intentar destruir sus lazos significativos; así es como consiguen anularlas.
El aislamiento tiene dos consecuencias que explican por qué las mujeres a menudo justifican la conducta del maltratador:
- Por un lado, la ausencia de relaciones significativas con otras personas hace que pierdan perspectiva de su situación. Como dejan de compartir experiencias, empiezan a pensar que su situación es normal. Por supuesto, esta creencia es sostenida por el maltratador, que constantemente justifica sus actos culpándola a ella.
- Por otro lado, en la situación de aislamiento, el mundo emocional de la víctima gira en torno al maltratador. Los métodos de control psicológico persiguen que la víctima viva en un estado permanente de miedo y alerta. Para ello no es necesario hacer un uso frecuente de la violencia, basta con que dicha violencia (verbal, física o sexual) se produzca de forma impredecible. Cuando la víctima no puede anticipar la violencia y pierde su sensación de control del entorno.
El maltrato no consiste sólo en el ejercicio sistemático de la violencia y la humillación. El maltratador alterna los periodos de maltrato con promesas de cambio y felicidad que se convierten en un potente refuerzo.
Para cualquier ser humano no hay nada más terrible que la sensación de pérdida de control. Para evitar esa sensación la mujer se culpa: “si es culpa mía, si me lo merezco, entonces también está en mi poder cambiarlo.”
Muchas mujeres llegan a desarrollar una especie de ‘Síndrome de Estocolmo’ en las situaciones de terrorismo a las que son sometidas. Son las consecuencias bélicas que tienen lugar dentro de muchos hogares.
No podemos obviar las realidades soterradas. Tenemos que defender leyes que protejan a las mujeres y fomentar la educación para que los futuros hombres y mujeres aprendan desde la infancia que la igualdad, el respeto y la solidaridad son factores básicos en el sexo y en el amor.
Recomendaciones bibliográficas:
Herman. J.:” Trauma y recuperación”. Espassa
Celia Arroyo, psicóloga y psicoterapeuta